Rafael J.
Rodríguez Pérez
Convertir la nostalgia en buena literatura es una fórmula infalible contra la desmemoria. Así, los recuerdos que conforman el imaginario de toda una nación, permanecen fervorosos y salvados entre páginas que, narrando lo que fuimos, nos traen a hacia quienes somos y seremos. Cuentos para guardar esencias; inigualable asidero creativo que nos asoma a un cosmos de folklore en cuyas venas palpita la Isla toda.
De todo ello
hay en este libro, y en abundancia. Dividido en dos partes: Recuerdos Alados y
Jacai en el corazón, esta no es solo una recopilación de relatos oídos o
vividos, o la postal de un barrio peculiar del país, sino también una certera
indagación sobre los seres humanos y los entornos y circunstancias que los
forman, los salvan o destruyen.
Grandes
temas, a veces velados por la engañosa cotidianidad o los mansos colores de lo
local, atraviesan el libro como mudos testigos; entre ellos, la superstición y
la locura, cuyas consecuencias para los seres que habitan estas páginas
adquieren de improviso tal descarga de horror, que no podemos menos que tragar
en seco y admirar la eficacia lograda por la autora.
Los tambores
que resuenan aquí, los mitos, las leyendas, la terrible crueldad que aflora de
repente, pero también los testimonios de solidaridad, el altruismo, la entrega,
la capacidad de sacrificio, y el amor, muestran la extraordinaria pluralidad y
versatilidad de esas criaturas de isla que habitan todavía esos montes y
barrios.
El complejo
entramado cultural y social del país, impregnado como pocos por la religión,
tanto la negada y vilipendiada (el vudú), como la oficial, muestra sus muchos
rostros entre estas líneas. A veces, es un faz sonriente, unitaria y
conciliadora, otras, más numerosas, por desgracia, es un rostro cruzado por los
sangrientos verdugones de la exclusión, la ignorancia, el racismo, la
intolerancia y la fe pervertida.
Pero, eso
sí, son historias que jamás dejan de hablar a la sensibilidad, apuntaladas por
una trama sólida y una prosa que adquiere por momentos un brillo inusitado,
retornando luego a causes más sencillos, aunque no menos diáfanos y
funcionales.
He tenido el
honor de asistir al progreso continuo de la narrativa de Amarilis Cueto, y
tengo pocas dudas de que, si persevera lo suficiente, escribirá cuentos
antológicos que podrán citarse con orgullo en un futuro no lejano. Lo sé
porque, además de poseer la sensibilidad artística necesaria, se percibe en
este primer libro un arduo trabajo con las palabras, una intención profunda de
respeto hacia el lenguaje, y hacia la literatura en general, que nunca es mero
hobby para los que llegan a amar este mundo. Es posible que, en su caso, como
en el de muchos, haya empezado de esa forma, pero estoy seguro de que ya no es
así.
La autora de este libro es ya un ser ganado
para la literatura; y aún más, puede decirse que para el arte en general; pues
cultiva con éxito otro arte afín: la fotografía. Tenemos una muestra de ello en
esta, su ópera prima, que incluye dieciocho fotos de su autoría que grafican
lugares o temas alusivos a los textos; y que, a todas luces, complementan y
enriquecen el cuaderno. Esa simbiosis no se da solo con las fotos, sino también
entre los propios cuentos, cuya eficaz ubicación los pone a dialogar entre sí.
En sentido
general, tres tipos de narradores se alternan para contar estas historias: un
narrador protagonista, un narrador testigo (ambos en primera persona) y el
narrador por excelencia, el omnisciente.
La voz más
fuerte, y la más genuina, es la del primer caso, y con la que abre el propio
libro, en el cuento Mi vestido rojo. Es la voz de una niña que reflexiona y
recuerda, y resulta tan entrañable que se erige en el hilo conductor de todo el
cuaderno. Ella da vida a varios de los textos, entre los que destaca El hacedor
de burritos, a mi juicio, un cuento antologable, pues al lograr aprehender una realidad
profunda: la permanente insatisfacción humana; y mostrarla al mundo
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